viernes, 26 de agosto de 2011

SALOMÉ



No le falta razón a quien dicen que la infancia es la patria de cada persona. Y si a alguien puede parecerle esta metáfora excesiva, que use la que crea conveniente, porque supongo que la idea habrá quedado suficientemente clara; en realidad, parece que tenemos un segundo cordón umbilical, que nos une a nuestros primeros años durante el resto de la vida.


Así lo sentía yo, mientras paseaba por aquella pequeña calleja preñada de recuerdos olvidados o modificados por una y mil patinas temporales: caminaba despacio, intentando recuperar cualquier recuerdo de aquella infancia ya lejana: “aquí vivía Rafa… y aquí el otro Rafa… ¡eh, que me he pasado!”, yo vivía antes del segundo Rafa… pero no reconocí ninguna casa como la mía… Crucé el estrecha calle para, desde la otra acera, ampliar mi visión y, en el mismo momento en que tocaba con mi espalda el edificio de enfrente, como si un recuerdo me hubiese picado con su aguijón, me volví para confirmar mi evocación… sí, aquí tiene que estar la joyería de mis tíos… (pero no, de la joyería no quedaba ni rastro: una tienda de material informático)… Claro, el tiempo pasa… Si allí vivía Rafa y en ésta el otro Rafa… la del medio, la de después de donde debía de estar la mía, en aquella de la puerta grande es donde vivía Salomé… … …

¡Salomé!, cuánto tiempo sin acordarme de ella. Salomé, ¡qué recuerdos! Quizá porque lo que huele a prohibido huele a gloria: Salomé tenía ese tipo de aromas: a prohibido y a gloria: a prohibido porque, por algo que nunca he llegado a saber, nuestras familias estaban enfrentadas de antiguo y a nosotros no se nos permitía ser amigos, por lo que nos solíamos ver de manera secreta en el último piso de alguno de nuestros edificios, o incluso de otros de la vecindad, en el rellano de acceso a la azotea; supongo, pues, que cualquiera podrá haber adivinado porqué su recuerdo me sigue evocando el otro olor al que me refería: el de gloria.

De aquel barrio me trasladé con muy pocos años. Volví en contadas ocasiones, durante el tiempo en que seguí en la ciudad. Luego, un poco después de la adolescencia cambié de ciudad e, incluso, posteriormente de país.

Pero en el ínterin ese, desde que dejé la calle de mi infancia hasta que me fui de mi ciudad natal, la vida se mostró exuberante, como a cualquier jovenzuelo que se precie: comenzó todo aquello del ligoteo, y para su mejor ejercicio, la ida a los diferentes locales de baile de la urbe. En uno de ellos, una chica me sacó a bailar, lo que me sorprendió sobremanera, ya que no era corriente y, además, la joven era de una belleza tan espectacular que aún lo hacía más increíble. Habían pasado los años suficientes para que los cambios propios de la adolescencia hubieran producido aquella espectacular metamorfosis en la muchacha que no tardé en reconocer, pues al toparme con su mirada azul, de un azul límpido único, que no se cómo definir, por lo que lo nombraré como color “azul celeste-cielo”, me di cuenta de que era mi vedada amiga de la infancia: Salomé.

Bailamos… es decir, no paramos de bailar en toda la tarde; pero a bailar, bailar… porque comenzamos con un baile suelto, al que le siguió otro agarrado y otro, y otro, no separamos ya nuestros cuerpos, cuerpo contra cuerpo, independientemente de si las músicas eran lentas o movidas… ni siquiera el tiempo entre una canción y la siguiente impedía nuestra unión: no podía ser de otra manera: su cabello abundante y sedoso desprendía tal cantidad de feromonas que hacía imposible que me separarse de aquel cuerpo recién estrenado de mujer; feromonas que llegaron a embriagarme de tal manera, que perdí todo contacto con otra realidad que no fuese ella. Ni el tiempo ni los amigos con los que había asistido parecían existir, sólo ella y yo en un giro eterno; tanto es así que ni recordaba al día siguiente, ni siquiera lo he logrado con el paso del tiempo, cómo llegamos al último rellano de algún edificio vecino, y allí, sin hablar, rememoramos los mejores momentos que pasamos juntos en nuestra infancia.

Intenté repetir tan agradable experiencia, pero no nos habíamos dado el teléfono ni ningún otro dato que nos permitiese quedar en otra ocasión. Volví alguna vez por aquel local donde nos reencontramos. No hubo suerte. Al tiempo, mi traslado; mis traslados… y hasta hoy.

Ni me había llegado a percatar de que había comenzado a llover; sólo hizo que abandonase mi ensimismamiento cuando a mis espaldas, una voz pronunció mi nombre:

- ¡Rafa!

Me giré y vi una señora, que no reconocí hasta ver aquellos inconfundibles ojos color “azul celeste-cielo”: Era sin duda Salomé. Iba acompañada de una persona que se había cubierto con una capucha, para protegerse de la lluvia.

- ¡Salomé, qué alegria! ¡Cuánto tiempo!- acerté a decir.

- Que lo digas Rafa, 18 años… toda una vida…

- ¿Cómo es posible que lo recuerdes con tanta precisión, si después de nuestra infancia sólo nos vimos en una ocasión, a pesar que volví por aquel local en muchas ocasiones?

- ¿Qué cómo es posible?...

La persona que le acompañaba alzó la cabeza en ese momento, dejando ver sus facciones. ¡Joder! Diríase que el tiempo se había detenido, de no ser que Salomé, aunque estupendamente, había envejecido algo, pero seguía haciendo honor a la evocación a la que, por una parte, nos lleva su nombre bíblico: lo otro que sugiere ese nombre de Salomé, lo estaba yo sintiendo en ese momento.

Fin

martes, 2 de agosto de 2011