L’AVI JORDI
(El Abuelo Jordi)
(Cuento para leerse con toda la mala leche que se quiera)
L’avi Jordi (lo sé porque me lo contó el mismo Jordi unos días después) estaba sentado ante el reconfortante y titilante fuego del hogar de una de las salas, en una de sus masías, con su nieto Oriol, al que mantenía subido en sus rodillas, esperando a que se hiciese la hora. El niño escuchaba sin perderse ni ripio de todo lo que le contaba su abuelo, no porque le fascinasen, en sí, unas historias tantas veces escuchadas; sino porque era consciente de que más adelante, a él le tocaría repetir parte de aquellos relatos a sus nietos.
Le contaba de cómo, en su juventud, para agenciarse pantalones tejanos (Levi’s, Blue Colorado o Lee, que eran los que se conocían), tenía que comprarlos de contrabando, porque un señor pequeñito, pero con mucho poder, apellidado Franco, y sus formas, no permitían que entrase nada de afuera. También, como cada vez que le contaba esa historia, de decía de cómo eso le sirvió para montar su empresa textil, ya que un mercado estable y sin injerencias externas, podía beneficiar a sus intereses... y de cómo, gracias a esas circunstancias, consiguió medrar.
En esas, l’avi Jordi sacó su reloj de bolsillo, comprobó que la hora era la adecuada para irse. Extrajo del cajón de un mueble algo recargado, pero de factura delicada, un par de barretinas, se puso una y la otra se la enjaretó al vástago de su hijo Pere -léase Pera-; con lo cual el niño ya dedujo que, como solía ocurrir cuando le tocaba con esa prenda, era porque algo solemne iba a ocurrir.
El abuelo y el nieto, cogiditos de la mano, salieron a la calle, mientras el abuelo reanudó su historia con el capítulo de cómo Pere –el que se pronuncia Pera- también había sido muy listo al dedicarse a la producción de cava, en el momento en que los franceses se pusieron chauvinistas -que es lo que se ponen estos ciudadanos del vecino país- y dijeron que nanay a eso de que cualquiera hiciese champagne, que Champagne era de allá y el champagne, otro tanto. Ya que también se le quedaba una gran parte del mercado del Estado –habría puesto nacional, pero, ya se sabe... ¿para qué ofender?- libre de la competencia del espumoso galo.
Al final de la calle, por la que bajaban, se podía distinguir el edificio del Ayuntamiento. El abuelo sacó de un bolsillo interno de su americana un par de carteles tamaño DIN A-3 en los que, si el niño hubiese sabido leer, ya, habría leído: “ESPAÑOLA NO, CATALANA SÍ”.
Justo en ese momento fue cuando me los crucé.
-Adiós, Jordi... ¿qué tal, Oriol?
-Adiós, Manuel.
-Bien, Manel...
Luego siguieron. Y aún pude escuchar que el niño le preguntaba a su yayo: “Avi, tú que sabes tanto, ¿a que me podré dedicar yo cuando sea mayor?
Me giré y los vi alejarse hacia el Ayuntamiento, no puede escuchar ya nada más. Tampoco le pregunté a Jordi cuando me lo encontré unos días después.
Y colorín, colorado....
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